No todo epigrama es pasión, no todo movimiento es acción, no cualquier silencio es pacífico. Hoy la novedad es la paradoja de los hechos. Los recuerdos del mañana. 
El predecir un recuerdo.


SOMOS ESO QUE HACEMOS
Nos han preguntado muchas veces acerca de nuestro nombre. Esta interrogante parece siempre venir cuando el nombre en sí nos suena algo extraño. En términos generales nadie, o casi nadie parece preguntarse qué significa el nombre de Carlos o el de José o el de María: nadie parece preguntarse acerca de los nombres más comunes, aquellos que se escuchan con frecuencia y que cuando se dicen parecen nombrar a la misma entidad.

Así, cuando alguien hace referencia a algún Juan, preguntamos algo así como “¿Cuál Juan? porque conozco muchos”. De esta manera el nombre llegó a ser algo genérico desprovisto de la identidad única con la que el sujeto se sienta ligado.

Para nosotros eso no fue una pena. Elegir uno su propio nombre, encontrarlo en una historia común, en una historia que te liga inevitablemente a la tribu a la que perteneces, hace del nombre eso, un hallazgo.

   A veces toma algo de tiempo entender que a lo que perteneces no es exactamente a tu familia. A lo que perteneces es un origen que te da sentido. La familia es un referente, a veces (no muchas), un hermoso referente del origen, pero no el origen. El origen debe encontrarse en otro lugar. En aquel lugar donde realmente comienza todo, diría todo lo demás que somos.

En 1993, apenas cumplidos los primeros tres años de estar presentando Toca La Tierra, las ligas creadas por esos tres años, me llevaron a, de pronto, encontrarme en una noche afuera de un temazcalli (casa del fuego), en medio de otros semejantes. En ese lugar, en esa noche habíamos convenido recibir la siembra de nuestros nombres.

Ahí estábamos Gilgamesh, mi hijo y yo. Gilgamesh recibió el nombre de Piltontli, que en nauatl, significa Niño. Fue el nombre que él escogió.  A mi me fue dado el nombre de Kuauhtlitotiani, que significa Águila Que Danza.

Esas palabras que nos nombran desde entonces, no representaban simplemente el nominativo para nuestras personas. Significaban que nos habían aceptado en una tribu. Cosa que no siempre pasa en la familia. La mayor de las veces hay una especie de resignación a nuestra llegada. Acá nos daban la bienvenida con nuestro nombre (Una de las partes de este ritual consiste en que una vez que el shamán  pronuncia tu nombre, el resto de la tribu lo repite cuatro veces con un grito coral. Una sensación como esta es inolvidable).

Sí. Los nombres deberían ser todos complicados. Así siempre nos preguntarían por su significado, y siempre tendríamos una historia que contar. Cuando me presento por mi nombre cristiano no digo “mi nombre es Jorge que significa el labrador, el que siembra”. Nadie me pregunta, a nadie parece interesarle. Tampoco lo escogí.

Teatro Rabinal es el nombre que escogimos para nuestra identidad creativa, nuestro grupo de teatro. Un nombre que fue una puerta para descubrirnos.

Era 1987. En ese año empecé un trabajo de investigación para un proyecto que titulamos Toca la Tierra. Era la adaptación dramática de un texto documental que reunía los testimonios, cantos y oraciones de los indígenas de Norte América. Un libro escrito en inglés, editado por T. C. Mc Luhan. La lectura del libro fue profundamente conmovedora y el deseo de convertirlo al formato teatral era una gran tarea. No había ahí una historia, había cientos.

Por otra parte, las hermosas palabras de estos pueblos no nos parecieron tan extrañas. Muchos cantos y oraciones de los indígenas de toda América tenían la misma fuente de belleza y de visión sobre las cosas acontecidas durante la invasión de los Wasi· shu.

No quería en ningún momento hacer una representación de indios y blancos. Teníamos que aprender a encarnar esos cantos. Así que seguimos el consejo de Barba cundo nos orienta que para encontrar un camino, hay que ir a las fuentes, a las raíces.

Empecé por improvisar sobre el Rabinal-Achí. Un drama de origen Maya  prehispánico, y hasta la fecha, el más antiguo encontrado.

Ahí se nos abría otra puerta. Encontrábamos todas las razones para dejarnos adoptar por el nombre.

En primer término se trataba de un drama prehispánico. Cuando nos enseñan Historia del teatro, como historia de la Filosofía, o como casi cualquier historia de la cultura, nos dicen que todo nace en Grecia. Eso no es exactamente cierto. Bueno, hay historias en muchas partes del mundo y hay orígenes desconocidos, es decir, por conocer en los lugares más cercanos. En segundo lugar, su representación había sobrevivido a la invasión española. 

Es decir, por más de quinientos años, la representación tuvo lugar aun en la clandestinidad y se sigue llevando a cabo hasta nuestros días. El Rabinal-Achí era una muestra, la muestra, de que el teatro es una forma de resistencia cultural. De sobrevivencia. Para nosotros también lo ha sido. Hce años, cuando la alternativa era morir por no poder elegir el no haber nacido, el teatro se convirtió en una forma, en una balsa. Diríamos que la vida tal y como la conocía era ya un naufragio del cual no se avizoraba posibilidad alguna. Hablo de muerte real, de la muerte física y no de una metáfora. Cruzarme, por ejemplo, en el camino de otra bala.

Por el teatro que nos proponemos hacer, deberíamos tener eso muy claro; una bandera, un ejemplo, una razón para no dejar de hacerlo. Otra más la hace la referencia etimológica atribuida a la palabra Rabinal ─los del linaje, los elegidos─. No por Dios, a nosotros nos eligió el nombre: Somos eso que hacemos, nos llamamos eso que somos.

Toca la Tierra se estrenó el 30 de abril de 1990, su última función fue el 11 de julio de 2007. Se presentó en Europa, Estados Unidos y varias comunidades de México. Sin embargo, quizá su representación más significativa fue en una comunidad Wirrarika[1].

Era 1992, se cumplían los quinientos años de la invasión española y Piltontli ya tocaba los tambores en el escenario, tenía 7 años.

Fue una de esas contradicciones que tiene nuestro trabajo. Nos invitaron a presentar la obra a una comunidad lejana del Estado de Jalisco. Al llegar nos dimos cuenta que en realidad era una comunidad indígena.

No había llegado el agua potable, pero las cervezas y los refrescos embotellados estaban por todas partes. Nuestros indios seguían siendo invadidos 500 años después de la llegada de los bárbaros europeos.

Era triste veníamos con una obra que lejos de narrar un hecho histórico parecía cargado de lo cotidiano. Toca la Tierra era la voz de los indígenas colonizados, y los Wirrarika eran los colonizados sin voz. Quizá eso permitió nuestro trabajo.

¿Qué podíamos decirle nosotros a los nativos con nuestro teatro? ¿Cómo reaccionaría frente a un teatro que habla de algo que sólo ellos viven? Nosotros los ladinos, los mestizos.

Al terminar nuestra presentación, me dijeron que el concejo quería hablar conmigo. Yo no sabía que explicación podría justificar nuestra presencia teatral ahí. De pronto ya me encontraba frente al Concejo. Me precipité al pedirles disculpas queriéndoles explicar que era la visión de unos teatristas que intentaban… Me interrumpió el jefe. Se acercó a mí y sin dejarme terminar, me dijo: Gracias por ver a Dios así.

Esa fue nuestra bendición. El trabajo duró 15 años más.[2]

Lo que en un inicio era solo una puesta en escena, se había convertido en nuestro barco para viajar entre las culturas como dice Eugenio Barba. Para transitar una vida entre las otras, vivas. Aprendimos danzas, estuvimos presentes en ceremonias importantes, curaciones, representaciones. Llegamos al momento al que me referí hace unas líneas en las que, de forma muy natural, fuimos adoptados y “rebautizados”, adoptamos por nuestra parte, a dioses mucho más benévolos, una nueva fe basada en la cultura de la tierra. Nuestro nombre nos había llevado donde nunca el teatro por sí solo nos hubiera podido transportar. Toca la Tierra, se convirtió en lo más importante para mi vida, transformó mi pensamiento y mi conciencia. El teatro me daba lo que no le había pedido. Mi vida empezaba a valer la pena.

No había duda ahora, nuestro nombre era Teatro Rabinal. El nombre nos apropiaba y nos apropiábamos de él. Nos correspondíamos. No podíamos llamarnos de otra forma, sólo hacíamos eso que el nombre nos representa.

Ciertamente el nombre debería ser para todos una especie de historia.

Hace veinticuatro años el nombre también fundó un concepto de trabajo. Nuestro público identificaba ya el género teatral que podría ver si se acercaba a nuestros montajes. El nombre nos daba identidad de trabajo, no tan sólo nos diferenciaba de otros, sino nos construía a nosotros de cierta manera.

Todos sabemos de la pobreza en que viven los indios, los indios de esta nación. Pero también todos quedamos maravillados de lo que llamamos “riqueza cultural”. Por lo que sabemos todas las tribus son poseedoras de esa tradición que los define y en la que se mantienen, por la que perduran, por la que haces y se hacen historia: eternos.

¿A qué tribu perteneces? ¿Cuál es la tradición que te identifica ante los demás, pero sobre todo ante ti mismo? ¿Haces teatro para inscribirte en el mercado de consumo? ¿O haces de tu teatro un acto de identidad cultural, de resistencia contra la absorción de tu cultura?


El teatro como tal (como expresión cultural de los pueblos), tiene derecho a existir, a la coexistencia aun con otras manifestaciones de la época que tiendan a la absorción de los individuos y sus tradiciones.

Cuando decidimos el nombre que debería llevar nuestra agrupación, parecía que se dictaba por el azar. El motivo inicial fue que el drama de El Rabinal Achí, sería la obra más antigua conocida hasta ahora representada en la prehispanidad. Era entonces un homenaje al teatro prehispánico (Maya). Pero pronto lo que parecía un reconocimiento, nos sería devuelto. Estudiando sobre el tema de nuestro nombre, descubrimos que este drama no se dejó de representar durante la conquista, ni durante la colonia. Se llevaban a cabo las celebraciones del Rabinal clandestinamente. De hecho fueron redescubiertas hasta 1975. 

El pueblo se aglutinaba secretamente para presenciar el Drama del Rabinal. Era una congregación que sostenía sus vidas originales, pese al paso del tiempo y su consecuente, pero no inherente progreso. El teatro era entonces, una forma de resistencia: El teatro como resistencia de la cultura. Un poco después nos enteramos que Rabinal era un sitio; es decir; un lugar real. Ahí donde se representa aquello que les permitió vivir ahora como siempre. De ahí entendimos lo que pasó a ser nuestro lema: “El Teatro es una Patria Habitable”.

Poco más tarde y siempre seducidos por ese nombre que debería identificarnos (“Qué significa nuestro nombre”, porqué la gente debe llamarnos así, o todavía más grave. porqué tendríamos derecho a responder a ese nombre). Así, llegamos a conocer la etimología de la propia palabra Rabinal: los de la estirpe, los elegidos. A hora el nombre terminaba por quedarnos grande: la primera tarea fue entonces, merecernos ese nombre.

Así como hay que merecer ser gente de teatro.

Esa fue desde entonces, nuestra tribu, nuestra cultura y nuestra nacionalidad.

[1] Conocidos como Huicholes.

[2] Piltontli ya no tocaba los tambores, ya había hecho su primer intervención en la dirección de la obra al sugerir una manera distinta a la que yo había concebido de desarrollar el final, se había convertido en el organizador de la producción del grupo.